Fuente: El País
Tras la caída de la ciudad de Idlib, la maquinaria bélica del régimen sirio se dirige ahora hacia la vecina Binnish, último bastión rebelde del norte del país. Una ciudad donde la gente ha aprendido a vivir con una constante espada de Damocles sobre sus cabezas. Pero nada es lo que parece. La tensión es una realidad palpable en el ambiente. Y aunque quieran aparentar tranquilidad, el miedo se respira por todos los poros de la localidad. “La gente tiene muchísimo miedo. Están muy preocupados porque han visto con sus propios ojos las atrocidades que son capaces de cometer los soldados del régimen. Nadie puede olvidar lo que pasó en Homs o en Idlib. Temen correr la misma suerte”, confiesa Abu Abdu, alcalde de esta población de más de 30.000 habitantes.
Binnish ya vivió el horror de la guerra, como atestiguan las fotografías colocadas en la plaza del pueblo de los 16 mártires que dejó la última incursión de los militares. Los agujeros de bala horadan las paredes de centenares de casas mientras que otras fueron reducidas a escombros por los tanques. “Ahora sabemos cuáles son sus intenciones, no nos vamos a quedar en casa viendo como nos masacran. Si deciden entrar en Binnish la ciudad se convertirá en un infierno. Será como cuando un volcán entra en erupción y nada lo puede detener”, afirma Abu Salmoo, uno de los cabecillas del Ejército de Siria Libre en esta ciudad rebelde.
Mientras los miembros del Ejército de Siria Libre se afanan en levantar barricadas y en cavar trincheras con las que frenar el empuje de los tanques gubernamentales, la guerra comienza a llegar a cuentagotas a Binnish en forma de heridos. Dos hombres sacan en volandas del asiento trasero de un coche a un muchacho de no más de 20 años. Tiene el rostro descompuesto y comienza a palidecer. La sangre sale de su cuerpo a borbotones. Un francotirador disparó al coche en el que viajaba por la localidad de Atari (provincia de Alepo).
Los dos hombres le conducen a toda prisa al interior de un edificio mientras un intermitente goteo de sangre muestra el camino a uno de los hospitales clandestinos que los opositores al régimen de El Asad han tenido que habilitar para atender a los heridos. Los enfermeros le quitan la chaqueta. “La bala le ha entrado por la espalda y le ha salido por el pecho. Tiene el pulmón perforado y ha perdido mucha sangre. Está en estado crítico”, afirma el doctor Abu Mohamed.
Este hombre de mediana edad y aspecto frágil es en realidad el anestesista, pero por falta de personal médico se ha convertido, a marchas forzadas, en cirujano de urgencias. Por sus manos pasan los casos más graves y no siempre puede salvar la vida de todo el mundo. “Con el instrumental que tenemos no podemos hacer absolutamente nada. El material quirúrgico que tenemos son cucharas”, escupe mientras lanza una de las piezas con rabia contra la mesa. La cuchara hace las veces de lanceta y una espumadera sirve de separador de costillas. “Así es imposible hacer nada”, se vuelve a lamentar mientras el suelo del quirófano comienza a llenarse de sangre de la herida. “La anestesia que tenemos es insuficiente. Carecemos de todo. Nadie nos ayuda y así lo único que podemos hacer es ponernos en manos de Dios”, comenta un enfermero mientras sujeta una linterna con una mano. En la otra, una bolsa de sangre.
El doctor arroja con rabia los guantes sobre la mesa donde reposa un instrumental cubierto de sangre. El muchacho continúa con vida. ¿Por cuánto tiempo? “Sólo Dios lo sabe”, responde. Un herido más. Un día más en una Siria que padece atrocidad tras atrocidad.
«Los soldados de Bachar el Asad arrestan a la gente. Les atan las manos a la espalda. Los arrodillan en medio de la calle y los queman vivos», afirma horrorizado Abu Abdel Rahim. Esta es una de las muchas escenas que vio con sus propios ojos este hombre de 50 años, padre de más de una docena de críos, y que logró escapar de Idlib durante la última ofensiva lanzada por las tropas leales al presidente sirio. “Me encantaría poder huir con toda mi familia a Turquía, pero no podemos. Las tropas del régimen controlan la frontera y disparan a matar a todo aquel que trata de escapar de Siria. Tienen francotiradores escondidos en los huertos y en los olivares y abren fuego contra todo aquel que intenta huir”. “Necesitamos una zona de exclusión aérea para que los civiles podamos salir del país”, explica a EL PAÍS en Binnsih, donde unos amigos le han acogido. “Dejamos todo lo que teníamos en nuestra casa… Lo único que conseguimos salvar fueron nuestras vidas. El resto fue saqueado por los soldados que después incendiaron nuestra vivienda. No tenemos nada”, se lamenta.
Las atrocidades cometidas por el régimen se repiten una y otra vez. Personas distintas. Historias similares. “Ayer [por el miércoles] 22 niños fueron asesinados por disparos de los francotiradores en Idlib”, aseguran los activistas encargados de que la barbarie que se vive en Siria dé la vuelta al mundo. “Los francotiradores están apostados en los edificios nuevos de la ciudad porque son los más altos. Desde allí controlan la Corniche (carretera de circunvalación de la ciudad de Idlib) y disparan indiscriminadamente”, afirma Mohamed, un activista de Binnish.