En una democracia, la opinión del pueblo es soberana. Aunque no siempre las decisiones tomadas colectivamente son las mejores, se asume que muchas cabezas piensan mejor que una, y que llegan a las conclusiones, si no más sabias, sí más justas.
Los jurados en las cortes estadunidenses se basan en el mismo principio: la mayoría decide mejor que un individuo. Pero una democracia no es una encuesta. No basta con conocer la opinión del pueblo: en teoría, ésta debe ser producto de una decisión bien informada y meditada.
Últimamente, con el crecimiento desmedido de las redes sociales en internet, la posibilidad de que los ciudadanos se expresen y participen en la difusión y discusión de asuntos de interés público se ha reforzado notoriamente. Se habla de “la inteligencia de las multitudes”, y se da por hecho que la opinión obtenida a través de estas redes ayuda a pensar mejor como sociedad.
Aunque no es muy sabido, la ciencia también es una actividad democrática. Más allá del científico genial —o el equipo de científicos— que descubre algo nuevo, sus conclusiones no pasan automáticamente a ser parte del conocimiento científico aceptado. Antes tienen que ser presentadas públicamente para ser analizadas, cuestionadas y sometidas a la rigurosa prueba de la discusión crítica.
Pero, a diferencia de una sociedad, donde el voto de cualquier ciudadano vale lo mismo, la ciencia es una democracia selectiva: para poder tener derecho a participar en la discusión, se tiene que formar parte de la selecta elite de los expertos, lo cual requiere años de estudio y experiencia.
El poder que actualmente tienen las redes sociales —basta recordar la primavera árabe, o a losgentlemen y ladies de Polanco, la Roma y, más recientemente, la Profeco, que ocasionó la caída de un alto funcionario— se ha basado en la participación indistinta de cualquier internauta.
¿Será posible que esta inteligencia colectiva pueda aumentar si, en vez de discusiones indiscriminadas, se fomenta la creación de comunidades selectas de expertos? Tomando en cuenta que cada vez más los políticos y tomadores de decisiones escuchan la voz de las redes sociales, quizá valdría la pena hacer el experimento.
Columna La ciencia por gusto
Martín Bonfil Olivera