Los mineros atrapados, los niños de ABC, los calcinados del casino, los estudiantes de Ayotzinapa. No es posible ignorar que en nuestro país las palabras tragedia e injusticia van siempre en sintonía, como una música macabra que suena sin cesar.
Y sin embargo los ignoramos: nos mostramos apáticos e indiferentes. Esta realidad donde los noticieros nos despiertan y nos dan las buenas noches con mutilados, calcinados y asesinados, la asumimos como válida, normal. Alguna bizarra combinación de insensibilidad, costumbre a la violencia y enajenación de los problemas del país nos ha contagiado a los mexicanos.
¿Quién nos ha robado el alma? ¿Quién ha hecho que normalicemos la sangre regada por el suelo que pisamos? ¿Acaso somos nosotros mismos? Es urgente que luchemos, que gritemos por nuestros derechos, que caminemos codo a codo.
No obstante, para que esto suceda, es indispensable primero indignarse, informarse, y tratar de cambiar nuestra visión.
Hace mucho tiempo, alguien quiso que grabaran su cripta con estas palabras: “Si tan solo me hubiera cambiado primero a mí mismo, entonces con mi ejemplo habría cambiado a mi familia, a partir de cuya inspiración y ánimo habría sido capaz de mejorar a mi país, y quien sabe, hasta podría haber cambiado el mundo.”