Como todos sabemos, en México, las campañas políticas empiezan mucho antes de lo que los papeles dicen. Con personajes interesados no en poner sus nombres en la mejores de las perspectivas, sino en poner el nombre de sus adversarios en lo más bajo.
Parece ser que, para muchos de los políticos, las cosas buenas que puede hacer un representante del pueblo son menos que las cosas malas que pueden señalar de sus opositores.
Faltan dos años para que México vea salir al poco popular presidente, Enrique Peña Nieto de la residencia de Los Pinos, pero ninguno de los personajes que se perfilan como candidatos están ausentes de que les den una buena pisada de cola.
Un claro ejemplo de esto fue el último debate con los presidentes del PRI, PAN y PRD en el programa ‘Despierta’ de Loret de Mola, en cual vimos a Ricardo Anaya, presidente nacional del PAN, y a Enrique Ochoa, presidente nacional del PRI, acusarse mutuamente como ladrones, sinvergüenzas y muchas otras cosas, mientras quien tuvo un discurso más generalizado y apuntando por cosas más políticas y menos personales fue la presidenta del PRD, Alejandra Barrales.
La guerra política, como muchos la llaman, debería ser un constante debate por posturas políticas, por propuestas económicas, por inversiones en la investigación.
En cambio, como la cruda realidad nos ha enseñado, no es más que una competencia por ver quién tiene más propiedades millonarias y quién ha robado más dinero como funcionario.
Entiendo que la corrupción en la política mexicana es probablemente el mayor problema que enfrentamos como país, pero ¿qué figura política o institución pública, tiene la credibilidad suficiente para señalar a la corrupción, para poder enfrentar a un sistema incapaz de juzgar algo que en lo que él mismo incurre?