Es interesante como las nuevas amistades llegan a nuestra vida. Muchas veces por trabajo, por estudios o por accidente. Hay veces en las que el destino mueve sus hilos para que las personas se encuentren. Como dice la leyenda del hilo rojo del destino: todos estamos unidos del meñique por un hilo rojo a una persona a la que estamos destinados a conocer en algún momento y de alguna manera determinada.
Con Alexandría fue así, algo casi inverosímil.
En aquella ocasión me había quedado de ver con algunos amigos en la heladería El Colón que se encuentra en Paseo de Montejo. Cuando llegué al lugar pude ver a mis compañeros en una de las mesas que se encontraban dentro del local, todos músicos de entre diecisiete y veintidós años. Recuerdo que en ese momento estábamos conversando a donde planeábamos ir cuando acabáramos nuestras respectivas carreras universitarias y que es lo que haríamos.
Mientras estábamos en eso al local llegó una joven. Llevaba un vestido de flores y el cabello corto. Venía acompañado de una señora de edad, que parecía ser su madre. La joven se apoyaba con dificultad en aquella señora tratando de sentarse. En ese momento me dispuse a pararme para ayudar a aquellas dos mujeres, sin embargo, antes de que lo hiciera la joven ya se había sentado. En ese momento había perdido el hilo de la conversación.
Pasaron varios minutos. Entre dulces y champolas, se nos acababan los temas de conversación. Entonces para pasar el tiempo comencé a tararear una tonada. Mis compañeros y yo acostumbrábamos improvisar música con tonadas al azar, como si de un coro acapella se tratase, solo la música, ninguna letra. De pronto entre nuestras comenzamos a escuchar algo que se mezclaba con nuestra armonía.
Dirigí mi mirada a la mesa en la que se encontraba aquella señora y aquella joven. Me acerqué un poco para escuchar mejor, efectivamente, aquella mujer estaba cantando, no solo eso, estaba dándole letra a nuestra canción conforme la escuchaba. Miré con incredulidad a mis amigos. Todos guardamos silencio y aquella joven lo notó.
La señora que se encontraba con aquella joven nos sonrió con amabilidad y nos invitó a acercarnos. La mayoría de mis compañeros se quedaron en la mesa sin hacerle mucho caso a la señora. Solo yo y otro colega nos acercamos para hablar con ellas.
«Yo soy Ruth y ella es mi hija Alexandría», dijo aquella señora. Cuando miré a aquella joven noté algo que antes, por la distancia, es no había percibido: era invidente.
Le expliqué que me llamó la atención la manera en la que improvisaba la letra de la canción sin haberla escuchado nunca. Ante esto, ella sonrió y dijo: «Yo escribo música desde los catorce años, perdí la vista a los doce, fue difícil para mí al principio, pero ahora simplemente escucho música y las letras fluyen». Aquello me tomó por sorpresa. Decidimos quedarnos a conversar.
Nos contó que era originaria de Oaxaca y que por una complicación de salud perdió la vista. La música se convirtió en su mejor amiga. Pasaba horas y horas frente a un viejo piano practicando, escuchando y memorizando las notas y su posición.
Nos comentó que sus letras las inspiraron los maestros trovadores Fernando Delgadillo y Raul Ornelas, y que, escuchándolos, aprendió la belleza de las letras en la música.
Cuando acabamos de conversar, me despedí de ambas mujeres. La mayor, Ruth, nos dejó un numero de celular con el cual podría estar en contacto y yo, a su vez, les dejé el mío. Poco tiempo después ambas regresaron a Oaxaca.
A pesar de la distancia, hemos sido buenos amigos desde entonces. Escribiendo música juntos y compartiendo letras.