Una sociedad absorbida por el consumismo, donde el romance carece de su esencia original, las compras se incrementa y el amor se reduce
La medida del amor en la actualidad ¿se ha vuelto en realidad una suma de dinero gastado e invertido?
El amor, en su forma más pura, podría parecerse al vuelo de un colibrí: ligero, libre y entregado sin reservas.
Fiel a sus convicciones, el amor del colibrí fluye como un eco sensorial, una vibración que resuena en nuestros oídos, como un flechazo de amor a primera vista.

Pero en la actualidad, esa idea del amor parece haberse transformado en algo más tangible, más transaccional. Nos cubrimos con máscaras ante la mirada sincera, ocultando nuestras vulnerabilidades y limitando lo que podría ser un amor auténtico. El romance ya no se trata de emociones, sino de lo que se puede medir, comprar y presumir.
Como un escaparate de moda, las relaciones se han convertido en vitrinas donde se exhibe el éxito, la estabilidad y, muchas veces, el valor económico de la pareja, a tal grado que las emociones han quedado atrapadas en la ambigüedad de un sistema patriarcal donde el dinero compra no solo la atención, sino los corazones.
Desde anillos de compromiso que compiten en quilates hasta cenas fotografiadas para redes sociales, el amor parece haber encontrado un nuevo parámetro de validación: el dinero. ¿Qué queda de la libertad de dos personas que se entregan sin ataduras cuando el valor de su compromiso se mide por el peso de un diamante?
Zygmunt Bauman, en su análisis sobre la modernidad líquida, advertía que “las relaciones humanas se han vuelto tan desechables como los productos que consumimos”. Y es que, en una sociedad donde todo tiene un precio y una fecha de caducidad, el amor también se rige por dicha lógica.
En los últimos años, la idea de que una relación debe “aportar” algo, ha ganado fuerza. No basta con sentir, hay que calcular “¿Vale la pena invertir mi tiempo?”, “¿Qué obtengo a cambio?” o incluso expresiones como “No me está aportando nada” son testigos de una mentalidad que convierte relaciones en inversiones, donde las emociones deben generar un retorno tangible. Se exige recibir antes de dar, y cuando la balanza no cuadra, se cambia de opción, como quien devuelve un producto defectuoso.
Pero ¿Dónde queda el amor en su esencia más pura? Ese que no se mide en cifras ni en regalos costosos, sino en los pequeños gestos que el mercado no puede tasar: una carta escrita a mano, una conversación hasta la madrugada o una mirada cómplice.
Cuando la emocionalidad se convierte en un bien de consumo, las conexiones genuinas se diluyen en la corriente del materialismo.
El problema no es que el dinero forme parte de una relación; el problema es cuando se convierte en su cimiento y se interpreta la cantidad de amor en base a lo obtenido.
Quizás la pregunta no sea cómo gastar más para demostrar amor, sino cómo recuperar la capacidad de amar sin ponerle precio. Porque al final, el verdadero lujo no es el diamante en el dedo, sino encontrar a alguien con quien brillemos sin necesidad de adornos.
El amor que necesita etiquetas de precio, deja de ser amor y se convierte en mercancía. Pues las cosas más valiosas en la vida no pueden comprarse, solo sentirse.
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