Todo lo que percibimos de alguien o de algo es justamente lo que conforma su imagen. Esa percepción se convierte en la identidad de aquello que tenemos ante nosotros. Como en una especie de red, nuestro cerebro va tejiendo percepciones acumuladas que nos llevan a formular juicios y opiniones. Esta idea pudiera sonar descabellada, pues efectivamente la imagen que proyectamos es más ajena que propia.
Tenemos pues ante nosotros, quizá la razón principal que en la última década haya una notable proliferación de carreras orientadas a la imagen pública, cursos donde enseñan a vestir, hablar y comportarse adecuadamente de acuerdo a la ocasión, libros que hacen hincapié en las normas de etiqueta ¿y por qué no?, nos señalan el camino al éxito. Sin duda todos estos esfuerzos tienen algo de cierto y de valor. Sin embargo, esta nueva corriente enfocada a estimular a favor nuestra la percepción podría estar llevándonos a fijar nuestros esfuerzos en el empaque por encima del contenido. Hecho que me parece sumamente peligroso en el ya marketizado mundo del que somos parte.
Es básica y oportuna la consultoría pública, lo riesgoso es que la proliferación de la misma nos lleve a estandarizar conceptos como profesionalismo, inteligencia, talento, conocimiento, formalidad y rectitud con aspectos meramente superficiales y olvidarnos que esas cualidades son propias del carácter y surgen como resultado del esfuerzo y la disciplina más que de tu forma de hablar, caminar o vestir.
Si esta corriente continúa su camino reemplazando la preparación integral por sólo la preparación en torno a la proyección, pronto estaremos ante una sociedad donde políticos, maestros, directores de empresas, doctores, representantes, abogados tengan oportunidad de ocupar puestos importantes siempre y cuando su imagen convenza. Y así con cada profesión y oficio todo estará basado en lo que proyectes por sobre lo que eres capaz.