Héroes, leyendas y vida eterna

Héroes, leyendas y vida eterna

A lo largo de la historia, los seres humanos hemos buscado formas crecientemente extravagantes de poder vencer a la naturaleza en su propio juego. Modificamos los genes de plantas y animales, paramos el flujo de ríos con presas y hasta causamos tormentas disparando químicos en la atmósfera. Sin embargo, existe una batalla que se ha estado librando desde el inicio: la lucha contra el tiempo, y por ende, nuestra mortalidad.

Podemos ver indicios de esto durante las épocas más tempranas de las que se tiene registro. Desde el momento en el que se crea una religión, existe el concepto de inmortalidad (por ejemplo, las deidades griegas). Es desde entonces, también, cuando se habla de una parte de nuestro ser que es eterna, esencial para la vida,y se transforma después de la muerte. Tenemos una herencia de miles de años en la que se habla del alma.

Tenemos también ejemplos claros de personas que fueron un paso más allá  y desarrollaron proyectos ambiciosos para poder conseguir esta inmortalidad del cuerpo de forma tangible. Quin Shi Huang, el primer emperador chino, se obsesionó por alcanzar la vida eterna con un sinfín de elíxires mágicos. Irónicamente, una de estas pócimas que consumía de forma acérrima consistía en casi únicamente mercurio, lo que le causó un serio envenenamiento y lo llevó a la muerte.

Empero hay que reflexionar un momento sobre las implicaciones que el dejar de envejecer tendrían en cada uno de nosotros y, como consecuencia, en el mundo. La vida como la conocemos cambiaría de forma radical, ya que todo perdería sentido y forma de ser. Al final, el meollo del asunto es el lograr una superación constante en uno mismo, y no hay nada más motivador que el saber que todo esto algún día se terminará. Ricos, pobres, delincuentes y santos, todos nosotros moriremos por parejo. Si de repente esto deja de ser cierto, ¿para qué entonces hacer las cosas?

La verdadera inmortalidad no consiste en detener nuestro reloj biológico. Va más allá de eso. La legítima vida eterna se consigue a través de la trascendencia, de aportar algo tan importante al resto del mundo que sencillamente no puede ser olvidado. A un dilema parecido se enfrentó Aquiles, al que se le profetizaron dos posibilidades: una vida larga pero en extremo aburrida, o una muy corta pero colmada de gloria. El mero hecho de que se le recuerde a él, a Homero, la Ilíada y demás, es testimonio del estado perpetuo en el tiempo que han alcanzado.

¿Es acaso que no nos damos cuenta que nosotros tenemos el poder de vivir eternamente? Debe ser nuestra misión el marcar un cambio, por mínimo que sea, en todas las escalas de “la vida que nos tocó vivir”. De esta forma podemos perdurar reflejados en otras personas, estáticos en el tiempo, siempre y cuando las consecuencias de nuestros actos, y no nuestro ser, trasciendan la barrera de la muerte. Cada vez que se desempolva algún álbum de fotografías, o se cuenta una anécdota graciosa sobre un familiar lejano, estamos manteniendo el recuerdo vivo de esa persona, y por ende su existencia en el tiempo. Cada vez que se utiliza alguna invención humana o se estudian postulados de literatos y filósofos, estamos reforzando la vitalidad del ser trascendente al que han transmutado estos grandes personajes.

Somos, al final, verdaderamente libres. Podemos llegar a un nivel de control inimaginablemente meticuloso, y recae sobre nuestros hombros la decisión de llegar hasta donde nos lleve nuestro impulso. Cada quien como dueño de su realidad individual, su propia deidad, mártir, héroe, dictador, guía y entidad trascendental, tiene la capacidad de derrumbar estas barreras que nosotros mismos hemos creado. Es hora de despertar y darnos cuenta que la inmortalidad existe y es alcanzable. La fórmula es dispersarnos e impactar de tal forma a demás individuos que sencillamente no pueden dejarnos perecer. Después de todo, los héroes son recordados, pero las leyendas nunca mueren.

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