Que me digan que el libro estuvo mejor es una de las frases que más me desesperan ¿Estuvo mejor en qué? ¿En las descripciones? Porque eso, en la película, no sale. Es como comparar los ríos con los océanos sólo porque ambos son agua.
Sí, la literatura y el cine cuentan historias, pero hablan idiomas bien diferentes. Así, mientras a la novela le corren verbos y adjetivos por las venas, el cine vive de imágenes. Para él, las figuras literarias son una trampa, un cuarto lleno de fumadores donde es más sencillo ahogarse que respirar.
Quizá, por eso, hay textos malditos que se resisten a la oscuridad de la sala. Allí está Juan Rulfo con su “Pedro Páramo”, un día de muertos hecho novela que no sabe vivir sino entre páginas por sus personajes de cementerios. Y que conste que la adaptación de Fuentes y Barbachano no es mala, pero el filme termina como un laberinto agradable que poco tiene que ver con la idea de Rulfo.
Por eso, entre guionistas, las malas lenguas dicen que las mejores novelas para adaptar son las malas, nunca las brillantes. No voy a decir por eso que Stephen King —a quien nunca se me ha pegado la gana de leer— es un escritor de poca monta, pero es sospechosa su facilidad para aparecer en los créditos de grandes películas como “El resplandor” (Stanley Kubrick) o “Carrie” (Brian de Palma). Seguro, uno de estos días, le dan un premio por mantenerles el changarro. Que “don Quijote” siga dormido en las bibliotecas.
El asunto es que la literatura sigue siendo la víctima predilecta del séptimo arte. Un anuncio de la librería amarilla lo dice mejor: “Lee las películas que van a salir en tres años”. Es innegable. Ella, la Literatura, es una vieja madre de historias, generosa, que suele ofrecerles el cuello a los guionistas.
Pero el arte de adaptar una novela al cine no está en escuchar las palabras de esa venerable anciana. Cualquiera lee un libro. El secreto está en saber por cual lado morderle el cuello.
Columna publicada el pasado 2 de agosto. Se reproduce con autorización del autor.