El 7 de Agosto del 2005 me encontraba viendo la televisión en la sala de mi casa. Era una tarde calurosa, como las que Mérida suele ofrecer. Cambiaba lentamente de canal mientras intentaba refrescar mi espalda recostándome en el suelo. Momentos después, mi papá bajó por las escaleras con su camisa a rayas de los Yankees: iríamos al béisbol.
Luego de 30 minutos, llegamos al estadio. Los Leones se encontraban en la postemporada, jugaban el séptimo juego de la primera fase de los playoff. El enemigo en turno, los guerreros de Oaxaca.
Por la naturaleza del juego, los precios se disparaban, en algunos casos duplicaban su valor. Así pues, mi papá me preguntó: “¿Quieres ir arriba?” Sin pensarlo mucho, le contesté: “Sí”.
Luego de escuchar a la batucada por unos cuantos minutos, el cuadro melenudo saltó al campo con aquel traje verde de mangas blancas que tanto me gustaba, y que soñaba utilizar algún día.
A la loma iba un joven zurdo, de alta estatura que miraba hacia abajo, ¿su nombre? Ni idea. Luego de verlo soltar un par de lanzamientos y después de observar que la pistola de radar marcaba las 88 millas, le pregunté a mi papá: ¿Quién es ése? Me contestó: “Creo que se apellida Rivera” Sin hacer más cuestionamientos, seguí observando.
El equipo había lucido solido toda la temporada, contaba con muy buen bateo y un picheo bastante aceptable. En el line up había poder con Castellanos, Bullett y Romero, pero ninguno de ellos haría lo que hizo aquella tarde el “Rayo” Arredondo. En la parte baja de la tercera, con un swing tempranero al primer lanzamiento de Quintanilla, depositó la pelota detrás de la barda del jardín derecho. Mi padre y yo saltamos, festejamos, como la ocasión ameritaba, aplaudía mientras el “Rayo” recorría triunfante las almohadillas. Los Leones se encontraban arriba.
Con el pasar de las entradas, aquel pítcher de apellido Rivera seguía colgando ceros de una manera sistemática “Lanza bien ese zurdito” me decía mi padre “Tiene buen cambio” yo sólo afirmaba con la cabeza. El comentario era atinado.
Al llegar la séptima entrada, y con la pizarra uno por cero, los ánimos empezaban a calentarse. La euforia aumentaba con cada abanicado que conseguía Rivera. Se festejaba cada out de una manera peculiar. La gente se frotaba las manos ansiosa. Algo pasaba. Le pregunte a papá el porqué la gente reaccionaba de esa manera. Él, respetando los adagios beisboleros que impiden hablar de este tipo de acontecimientos, me miró, y sin decir una sola palabra, señaló la pizarra. En ella se encontraba un cero en cada una de las casillas que correspondían a los visitantes. Hasta ese momento no me había percatado de que ningún bateador de la artillería Oaxaqueña había logrado conectar de hit, mejor aún, ninguno había podido llegar a la primera colchoneta.
La octava entrada pasó de la misma manera que la séptima. Al llegar a la parte alta de la novena, Rivera seguía luciendo sólido. La gente lo observaba de pie. Los murmullos se juntaban para emular un fuerte grito colectivo. El estadio entero aplaudía incrédulo.
Héctor Álvarez no fue paciente, atacó al primer lanzamiento que le ofreció Rivera. Como resultado, una rola cómoda hacia Borges, quien, sin mayor complicación, resolvió de manera rutinaria. La gente aplaudía y chiflaba excitada.
El siguiente rival, Abraham Valencia, se iría abanicando tres veces para el octavo ponche del zurdo.
Solo faltaba uno más. La gente de pie gritaba el típico “sí se puede”. El silencio no era bienvenido en el campo. La bulla era compañera y la euforia, indispensable. Rivera se acomodaba la gorra. Hacía los dos primeros lanzamientos malos. Nosotros apoyábamos incondicionalmente. Un lanzamiento bueno, luego uno malo, el nervio se sentía. Rivera se secaba el sudor con el brazo derecho. Mi padre me tomaba del hombro y yo exclamaba fuertemente. Seguía un strike. La cuenta estaba llena. Rivera tomaba su tiempo. El bateador, también. En ese momento el marcador no importaba, tampoco la instancia, lo único importante era situar el lanzamiento justo donde Castañeda lo pedía. Rivera aceptaba la seña dando ese pequeño paso atrás con el pie derecho, preparando la mecánica, levantando la pierna, subiendo el brazo, superando el hombro, dirigiéndose hacia el plato, lanzando. Sin abanicar, el umpire decretó el ponche y todos en el campo y en las gradas saltábamos, celebrábamos, no el pase a la siguiente ronda, ni al equipo, celebrábamos la hazaña, celebrábamos el haber visto la perfección.