Un poco a mi pesar, estuve hace unas noches en el Caribe Mexicano. Tenía buenos motivos, no piensen que estoy mal.
Me encontraba sola vagando por ese territorio desconocido que siempre supone un lugar nuevo, inevitablemente atraída por la música del mar. El suelo de piedra terminaba en una sencilla pendiente y mis pies pronto encontraron la arena. Pequeñas palapas con camastros bajo ellas eran como mínimos rastros de presencia humana en ese espacio. Con cierto trabajo, avancé hacia la playa y, con cierto recelo, me detuve.
Nunca antes había sentido temor alguno por acercarme al mar, dejarlo tocar mis pies mientras me arrulla su cantar y miro asombrada las estrellas. Pero esa noche, por primera vez, sentí un pavor inexplicable, una extraña renuencia a dar un paso más, como si el mínimo contacto pudiera arrastrarme a las profundidades del océano y olvidarme allá.
A mi derecha veía infinidad de edificios, todos escorados cual villa navideña, con sus luces parpadeantes y sus colores interminables. A mi izquierda, un imponente hotel color blanco cortaba tajantemente la playa. Frente a mí, Isla Mujeres no es más que una pequeña franja de luces franqueada por la más rotunda oscuridad.
Ahí, en esos hoyos negros que están ante mis ojos, me perdí. ¿Qué hay ahí? ¿Por qué siento una congoja tan grande? Tal vez la inmensidad nos espanta cuando nos sentimos incompletos.
Hago memoria y no encuentro un momento similar. Siempre, desde que era niña, contemplar el mar día y noche fue un deleite. Me fascinaba su color, dependiendo de dónde estuviera, y me sorprendían las olas, su estruendo, su color. Pocas horas tan dichosas como las que he pasado frente al mar, sola o acompañada, simplemente admirándome por su inmensidad. Ahora, esa grandeza me espanta.
¿Por qué? Aún no encuentro la respuesta.
Tal vez extraño demasiado. Tal vez, sólo tal vez, la vida nos da golpes hasta que nos asustamos por todo.
Otra noche iré de nuevo.
Una noche estrellada con el mar y la luna de TESTIGOS es lo mas hermoso que se PODRÍA presenciar…