
El lunes 27 de octubre, justo cuando el calor del día empezaba a bajar, nos juntamos para vivir algo distinto: el recorrido nocturno por el Cementerio General de Mérida durante el Hanal Pixán en el Paseo de las Ánimas. No era un plan improvisado, pero tampoco sabíamos bien a lo que íbamos. Solo teníamos claro que queríamos sentir esa mezcla entre lo místico y lo cotidiano que solo Yucatán sabe ofrecer.
Al llegar, el ambiente ya estaba encendido. Desde la entrada se escuchaban tambores, rezos y risas apagadas. Había velas en fila, aroma a copal y ese murmullo constante de gente que habla bajito como si el aire pidiera silencio. Las sombras se movían entre las tumbas, y el brillo naranja de las velas pintaba los muros con luz temblorosa.
Si estuvieras ahí, al igual que nosotros te habrías detenido un segundo para observar cómo la noche iba tomando forma entre cruces blancas y flores marchitas.

Un recorrido que se siente más que se escucha
El guía nos reunió frente a la reja principal. Llevaba una linterna pequeña y una voz tranquila. Empezó contando sobre el Hanal Pixán, que en maya significa “comida de las ánimas”. Nos explicó que, a diferencia del Día de Muertos en otras partes de México, aquí se trata de recibir a los espíritus con comida, rezos y familia, del 31 de octubre al 2 de noviembre.
Avanzamos despacio por los pasillos del cementerio. El piso de tierra crujía bajo los pasos, y de fondo se oía el canto de los grillos. Las tumbas más antiguas tenían estatuas medio erosionadas y nombres grabados con letra elegante. Otras, más sencillas, estaban llenas de velas y flores frescas.
En un punto del recorrido, el guía apagó la linterna. Solo quedaban las luces dispersas de las velas y el reflejo lejano del cielo. No se escuchaba nada más que respiraciones y algún suspiro nervioso.
«Aquí descansan los que no fueron reclamados» dijo él, en voz baja.
Nadie respondió. No hacía falta. Ese silencio fue suficiente para entender por qué este lugar no se visita, se habita.

Hanal Pixán y Halloween: dos mundos distintos
En esos días, Mérida vive una dualidad curiosa. Afuera, en las calles, hay fiestas, disfraces y calabazas por todos lados. Pero dentro del cementerio, el ambiente cambia: es más íntimo, más humano.
El Hanal Pixán, a diferencia de Halloween, no busca asustar ni entretener, sino recordar. Las familias preparan altares con comida tradicional «Pib, atole nuevo, frutas, dulces y flores» para recibir a sus muertos como si fueran visitas esperadas. Y esa noche, en medio del recorrido, fue fácil entender la diferencia. Mientras Halloween enciende luces de neón, el Hanal Pixán lo hace con fuego real. Aquí las sombras no son disfraces; son memoria.

Lo que uno se lleva
Caminando entre tumbas, terminamos hablando bajito entre nosotros, como si el lugar lo exigiera. De vez en cuando alguien tomaba una foto y la luz del celular iluminaba rostros por segundos. Había algo cinematográfico en todo: el cielo oscuro, las cruces alineadas, las voces lejanas de un rezo.
Al final del recorrido, nos quedamos un rato afuera, sin decir mucho. No era tristeza, era otra cosa: una sensación de calma, como si el tiempo se hubiera detenido un poco. Salir del cementerio después de esa caminata fue como regresar de otra época. El bullicio de la ciudad sonaba distinto, y el aire olía a copal mezclado con noche.

Si algún día decides venir al Paseo de las Ánimas, hazlo sin prisa. Camina despacio, mira los detalles, escucha los sonidos. No es un evento para ver desde lejos, sino para dejarte llevar.
Porque más allá del folclore y las fotos, el Hanal Pixán te enseña algo que no se olvida: que la muerte, aquí, no se teme… se conversa.
