Una visita al panteón

Una visita al panteón

Alguien una vez me dijo que sólo la muerte es justa porque es para todos… ¡Qué razón tenía!  Y con esas palabras llegó el festejo rico en cultura, significado y tradición en nuestro país, que ha traspasado fronteras porque no conoce estratos sociales, lugares, situaciones o circunstancias. Para unos, sólo  la emoción del disfraz que nos ha enseñado el “vecino”, el cual no tiene nada que ver con la tradición de nosotros los mexicanos, nuestro día de muertos o día de los fieles difuntos. Para otros, sólo la oportunidad de vender -¿quién no ha visto? «Venta macabra o ¡te asustan los precios de competencia!»-, esas son cosas ‘halloweenescas’.

Pero para aquellas personas que sufren o aún están con la pena de haber perdido un ser querido, es el día de honrar, venerar y rendir homenaje a esa persona que se adelantó en el camino. Que en sus ofrendas no le falte su cigarrito, su vino y todo aquello que le gustaba, pero sobre todo el amor y el recuerdo que no muere.

Entre tanta euforia leí el mensaje de una amiga: “no me como la ofrenda, simplemente estoy cenando en compañía de mi  papá”, esas palabras me sucumbieron y me hicieron reflexionar sobre cómo la rutina acaba con nosotros, el pasar de los días hace todo monótono, muchas veces llegamos a pensar que nuestra vida no tiene sentido y dirección pero, si reflexionamos, al final todos transitaremos sin rumbo desconocido.

Y así decidí emprender un pequeño viaje, lo llamé de esta forma porque no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba el panteón Xoclán de la ciudad, –el más grande, el más bonito- me respondía una señora a la que pregunté tímidamente si iba por la ruta correcta. El –siga recto- fue señal de que iba por buen camino.

Por fin llegué temerosa y, sin pensarlo, ya estaba adentro. Fue un asombro. Tenía razón la señora, es el más grande.

Bajé de mi coche y quería adentrarme en el panteón movida por la curiosidad de ver quién habitaba en esas tumbas, con grandes adornos, ángeles, cruces, fachadas, colores y epitafios que me invitaban a leerlos.

El panteón se mostraba alegre. A lo lejos todavía se podía ver las flores en botellas de refresco improvisadas como macetas, las veladoras ya consumidas y las grandes coronas de flores me daban la bienvenida.

Pasé un rato caminando y admirando las tumbas hasta que me topé con un señor muy amable quien me preguntó si buscaba a un familiar. La verdad no esperaba esa pregunta y me quedé muda unos segundos  y pensé: «¿que hago aquí?». Cuando me di cuenta ya estaba en grandes pláticas con el señor, en su cara y en sus manos se distinguía el paso del tiempo, llegué a sentir ternura por él,  al que muy tontamente no le pregunté cómo se llamaba. Pero sus palabras fueron lo que quedarían en mi mente, pues él me decía que al venir al panteón debía venir con la cabeza tapada y si era posible lavar mis zapatos “para que no te lleves nada, ni tierra”, con su acento tan peculiar de la región. ¡Qué extraño me pareció!, pero contesté que en próxima visita así lo haría. Ya no  quise indagar por temor de la superstición.

Como no sabía su nombre, le dije: “oiga don y aquí ¿cómo festejan el día de muertos?» y él me mencionó el famoso pib de doña Carmelita y la misa que para ellos es tradición asistir cada primero de noviembre. Otra cosa que me llamó la atención es que él decía que no robaba velas, sólo las compartía con tumbas que estaban desatendidas por el olvido de sus parientes y pensé que eso era un gesto noble de su parte.

Sin decir más me despedí de él  y lo último que me dijo fue: “ya verá  que pasadas estas fechas el panteón va a volver estar solo, desatendido, la yerba crecida y abandonado hasta el próximo año.»

Di las gracias, me di la vuelta y pensé: «mi viaje ha terminado». Me fui contenta, ahora entiendo que al panteón no solamente se va a llorar al ser querido.

 

 

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